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mano con sangre y mano con espinas
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Cuando el horror se vuelve cotidiano

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La violencia se ha vuelto algo cotidiano en las nuevas generaciones, por lo cual hacen falta medidas para evitar la deshumanización.

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Hace algunas semanas, durante la entrevista Diálogos de la Democracia, producida por la UNAM, la antropóloga Rita Segato pronunció una frase que me resonó como un golpe: “Me defino como exhumana, porque no quiero pertenecer a esta especie siniestra, genocida. Me doy cuenta de que después de Gaza me queda muy difícil tener optimismo respecto a nuestra especie” (2025). Sus palabras no solo me estremecieron; detonaron una pregunta incómoda: ¿cuántos más llegamos a ese hartazgo emocional?

El mundo se está desbordando en violencia, misma que vemos todos los días en nuestras pantallas del celular. Gaza, pero también Haití, Ucrania, los feminicidios en Latinoamérica. La violencia ya no es un espectro lejano: habita en nuestra vida y en nuestros dispositivos móviles a un scroll de distancia. Y ante ello, solo parecen existir dos caminos: la conciencia política, la que incómoda y demanda, o la evasión, ese gesto de deslizar el dedo sobre el móvil para seguir consumiendo otros contenidos.

La “exhumanidad” de la que nos habla Segato, es un grito ante la normalización del horror. En la misma entrevista, Rita plantea un fenómeno perturbador: las nuevas generaciones tienen el lumbral del dolor ajeno muy alto, esta indiferencia se ha vuelto su condición natural. Vivimos en una era donde el horror se consume y descarta con la misma frialdad con la que se mira un story de Instagram.

Este es el momento crucial para detenernos y reflexionar: ¿cómo responder ante la aparente indiferencia de las nuevas generaciones? No podemos culparlas, nacieron y crecieron en un mundo de caos y violencia que nosotros como sociedad les legamos. Su desapego no es un capricho generacional, sino el reflejo de un entorno que normalizó el horror hasta volverlo cotidiano.

La violencia no se manifiesta de un día para el otro, opera sigilosa; como bien lo plantea Rob Nixon en su obra Slow violence and the environmentalism of the poor (2011),  nos presenta una paradoja contemporánea: las peores devastaciones son aquellas que se instalan progresivamente, casi imperceptibles, hasta volverse paisaje. Si bien él hace referencia al fenómeno ambientalista, también podemos aterrizarlo desde el capitalismo y cómo desgasta el tejido social, convierte los derechos en privilegios, la cultura la vuelve desechable y la tecnología la convierte en una herramienta que nos adiestra para mirar sin ver, aceptando a la violencia estructural como parte de nuestra cotidianidad.

Frente a este escenario, resulta fácil señalar con reproche la aparente indiferencia de las generaciones más jóvenes. Sin embargo, no se trata de un fallo moral, sino del síntoma palpable de un sistema que entre todos hemos construido. Recriminamos su falta de conmoción ante realidades que nosotros mismos normalizamos. Les demandamos sensibilidad frente a crisis cuyo desarrollo permitimos; prueba irrefutable de que la slow violence no solo nos alcanzó, sino que seguimos sin actuar frente a sus consecuencias.

El desafío no radica en señalar desde una superioridad moral, sino en asumir nuestra responsabilidad histórica. Necesitamos urgentemente recuperar esos espacios de humanidad que el capitalismo ha ido modificando sistemáticamente. El verdadero cambio revolucionario podría consistir precisamente en devolver a las nuevas generaciones la capacidad de sentir sin que la crudeza de este mundo les resulte insoportable. Este es el punto donde instituciones, organizaciones sociales y ciudadanía debemos trabajar, para construir un nuevo paradigma donde lo colectivo reemplace al individualismo.

La pandemia, lejos de cuestionar el sistema, terminó por reforzar los peores aspectos del capitalismo, nos volvió individualistas, sin capacidad crítica de analizar nuestras problemáticas y nos hizo desconfiar del otro. La alternativa, quizás, es recuperar lo comunitario. Esto implica fortalecer los valores como la solidaridad, rescatar espacios públicos a través del deporte y el arte colectivo, fomentar actividades que nos saquen de la hiperconexión digital para reconectarnos con nuestra realidad inmediata.

Rompamos con ese scroll que nos aisla para volver a mirarnos a los ojos.

Publicado originalmente en MTP Noticias.
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