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Profesor y alumnos
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La docencia en clave de otoño

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El aula, como el bosque, es un ecosistema que cambia con las estaciones

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Puedo asegurar que más de una persona coincidirá conmigo: uno de los placeres más simples de la vida es caminar sobre la hojarasca y disfrutar de ese mágico sonido en cada paso, es una sensación inexplicable, una sinfonía que activa los sentidos en la que cada hoja, que alguna vez brilló color esmeralda en primavera, ahora yace formando una bella alfombra de tonos marrones, amarillentos y naranjas. Tal espectáculo anuncia una de mis temporadas favoritas: el otoño.

Esta metamorfosis cromática es una manifestación visible de un proceso químico en su máxima expresión. Cuando las horas solares se vuelven más cortas y la temperatura desciende, los árboles activan su modo “ahorro de energía”. La clorofila –una porfirina con átomo central de magnesio, responsable del proceso de fotosíntesis- comienza su conversión dando paso a otros pigmentos antes no visibles, los carotenoides, que nos muestran los tonos amarillo y naranja; las antocianinas, que producen rojos y púrpuras bajo días soleados y noches frías; y los taninos, que generan tonos marrones. Para una mirada atenta, el otoño es una lección de ciencia viva; siempre se encuentra en constante movimiento, así como el mundo que habitamos que está en constante transformación.

Este proceso me recuerda de alguna manera a la labor docente. Así como las condiciones ambientales son importantes, también lo son en la enseñanza; ya que, los estudiantes muestran su potencial cuando el contexto y la guía adecuada les permiten mostrarnos sus matices ocultos, manifiestan sus nuevas habilidades, capacidades cognitivas, creativas y críticas. La función del docente es facilitar las condiciones, acompañando el proceso de cambio, reconociendo los avances, por pequeños que parezcan.

El cambio de color cumple una función adaptativa: al desprenderse de sus hojas, los árboles reducen su consumo de energía y se preparan para las nuevas condiciones. De manera análoga cada nuevo tono de follaje revela un nuevo aprendizaje alcanzado, como una competencia que madura o una habilidad que se fortalece con una guía atenta y de un entorno que estimula la curiosidad.

El aula, como el bosque, es un ecosistema que cambia con las estaciones. Exige del docente sensibilidad para reconocer los ritmos del aprendizaje, paciencia para aceptar los ciclos y humildad para comprender que enseñar no siempre es mantener el verde, sino permitir que se revelen los colores internos. La enseñanza, en este sentido, no es imponer el color, sino extraer los tintes para descubrir nuevas tonalidades.

Desde esta perspectiva, la educación deja de ser solo la transmisión de conocimientos para convertirse en un proceso de crecimiento compartido. El pensamiento crítico no surge de manera instantánea, sino que se va gestando, como los colores del follaje, bajo la influencia de múltiples factores: la experiencia, la emoción, el entorno y el ejemplo. El otoño, con su juego de pigmentos, nos invita a mirar la enseñanza y el aprendizaje como un ciclo natural: complejo, cambiante y profundamente hermoso.

Así como el otoño revela la belleza de cada hoja en su momento, la función docente consiste en acompañar el aprendizaje de cada estudiante, celebrando los cambios y reconociendo que la verdadera enseñanza ocurre cuando se cultiva con paciencia y cuidado.

Publicado originalmente en Ambas Manos.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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