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Gen Z en pastel
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La “generación de cristal” me hizo mejor persona

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Lejos de ser frágiles, los jóvenes de hoy me han enseñado a cuidarme, a escuchar y a educar con bondad. Su sensibilidad no los debilita: nos transforma.

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Por la acumulación de diversas crisis, tuve que vender mi auto y he recurrido al servicio de taxis de aplicación cuando tengo que salir de casa. Esto ha tenido sus beneficios, pues he podido descansar del inevitable estrés que produce manejar en el insufrible tráfico de esta ciudad; por otra parte, también he padecido algunas veces las incesantes charlas de los choferes.

En este sentido, un tema recurrente cuando me llevan a mi trabajo en la Ibero Puebla, es despotricar sobre los defectos de los jóvenes universitarios y la juventud en general llamándolos “frágiles” o “generación de cristal”.
Su argumento se enriquece con la narración de coloridas experiencias sobre haber crecido bajo el yugo de la chancla de mamá, el cinturón de papá y las constantes amenazas de sus profesores en la escuela.

También, resaltan que este método fortaleció su carácter y los enseñó a respetar a sus mayores. Honestamente prefiero no responder a algún argumento, porque con la experiencia de vida de nosotras las mujeres mexicanas, sabemos que es mejor no discutir con un señor que va al volante y que ha normalizado la violencia de los golpes para “educar” a los más vulnerables.

Mientras el conductor profundiza en su diatriba, yo aprovecho para reflexionar sobre todo lo que he aprendo de los jóvenes en los últimos años teniendo el privilegio de convivir con ellos y trabajar para servir a su formación cada día.

Lo cierto es que, a diferencia de las generaciones anteriores —las que aprendieron a obedecer antes que a pensar—, esta juventud me ha enseñado, una y otra vez, el valor de la autodeterminación. No es fácil ver cómo cuestionan con firmeza a la autoridad cuando no encuentran sentido a una instrucción, cuando algo no les parece justo o cuando necesitan hablar de su salud mental antes de cumplir con una fecha de entrega. Pero he aprendido a no tomarlo como un acto de rebeldía personal, sino como una oportunidad para revisar el fondo y la forma de mi práctica docente. ¿Qué hay detrás de esa “flojera” que tanto señalan los adultos? Muchas veces, agotamiento. ¿Qué hay detrás de esa “hipersensibilidad”? Dolor no escuchado.

He aprendido a escuchar mejor. A no apresurarme a interpretar desde mis moldes, sino a detenerme para ver y entender lo que están intentando comunicar, aunque no siempre tengan las palabras precisas. Y en ese acto, en el esfuerzo cotidiano de afinar mi escucha y soltar la idea de que “antes era mejor”, me he vuelto una maestra más flexible, más humana, y también una mujer más compasiva.

Otra lección invaluable que me han dado es la del autocuidado. Para muchos adultos, poner límites o decir “no puedo más” es sinónimo de debilidad. Pero ellos y ellas han traído consigo una noción mucho más saludable de bienestar: hablan abiertamente de sus emociones, se dan permiso de llorar, de buscar ayuda profesional, de pausar. No lo hacen por comodidad —como muchos piensan— sino como un acto profundo de resistencia frente a un mundo que exige productividad constante. Y aunque a veces sus pausas me obligan a reacomodar calendarios, tareas y actividades, también me han recordado que yo misma merezco descanso, que no tengo por qué desgastarme para sentirme valiosa, que puedo dejar de romantizar el sacrificio.

Además, me han llevado a reconocer todo el potencial de lo digital no solo como herramienta, sino como espacio de encuentro y colaboración genuina. Mientras algunos adultos seguimos luchando por adaptarnos a nuevas plataformas, ellos ya están creando comunidades, emprendimientos, expresiones artísticas y activismos en línea. Me han retado a salir de mi zona de confort, a actualizarme, a escuchar sus ideas para transformar el aprendizaje con estrategias nuevas, visuales, colectivas. Y cuando me abro a ese diálogo, cuando me dejo guiar, no solo se enriquece la clase: se fortalece mi vínculo con ellos.

Sí, esta generación pone el dedo en la llaga. Nos confronta. Nos obliga a mirar hacia adentro. Pero en ese mismo proceso, si elegimos no cerrar los ojos ni endurecernos, también nos transforma. Yo ya no soy la misma docente que hace diez años. Soy más cuidadosa con mis palabras. Más paciente. Más atenta a las señales de angustia. Más dispuesta a acompañar en lugar de corregir. Me he vuelto mejor persona, y lo digo sin miedo a parecer débil.

Quizá por eso, cuando el conductor continúa con su monólogo nostálgico por los tiempos en que “todo se resolvía con un grito o un golpe”, yo respiro hondo, miro por la ventana, y agradezco en silencio haber tenido la suerte de coincidir con una juventud que no se conforma con sobrevivir, sino que se atreve a vivir con dignidad.

Publicado originalmente en Ambas Manos.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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