 
Conocerse para transformar, una invitación al autodescubrimiento
Autoría: Gerardo Durán Sánchez
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Con el paso del tiempo y los cambios entre generaciones, hemos dado grandes pasos en la manera de entender el concepto de autocuidado y la expresión de nuestras emociones. Hoy se habla más abiertamente sobre la ansiedad, la frustración y la necesidad de validar lo que sentimos. Sin embargo, vale la pena preguntarnos: ¿qué tanto conocemos realmente nuestras heridas y cómo las manejamos?
Yo, como muchas personas que vivieron una infancia o adolescencia complicada, crecí escuchando frases como “los hombres no lloran”, “eso no lo hace una señorita” o el clásico “aguántate” cada vez que algo nos afectaba. Esas palabras, dichas por padres, maestros o figuras de autoridad, fueron moldeando la idea de que mostrar emociones era sinónimo de debilidad. Aprendimos a reprimir el miedo y la frustración hasta normalizarlos, y terminamos creyendo que pensar en nosotros mismos antes que en los demás era egoísta. Así, evitamos lo que nos causa dolor, pero nos aferramos a nuestros sufrimientos, dejando que el dolor dirija nuestras decisiones. Nos volvemos acumuladores de sentimientos: los exageramos cuando los sentimos o explotamos cuando ya no podemos sostenerlos, sin entender del todo por qué reaccionamos así.
Conocerse para transformar, una invitación al autodescubrimiento  
Por naturaleza, solemos replicar lo que aprendimos. Quienes trabajamos en el ámbito educativo no somos la excepción. Con frecuencia, enfocamos nuestros esfuerzos en lo académico y, aunque queremos lo mejor para nuestros estudiantes, no siempre sabemos cómo acompañar la parte emocional. A veces intentamos controlar el entorno para sentir paz, y cuando no lo logramos, vivimos frustraciones similares a las de nuestros alumnos. Nos encontramos en la paradoja de pedirles que gestionen sus emociones mientras nosotros mismos seguimos aprendiendo a hacerlo.  
Las épocas cambian, y hoy entendemos que mirarse no es egoísmo: es responsabilidad. Para mejorar nuestras relaciones, tomar decisiones más sabias y actuar con empatía, el autoconocimiento se vuelve indispensable. En la educación ignaciana y la filosofía jesuita existen espacios y talleres que promueven este proceso hacia el cura personalis, el cuidado integral de la persona. Uno de esos caminos es el Eneagrama, una herramienta que nos ayuda a entender nuestras formas habituales de pensar y reaccionar. No busca encasillarnos, sino ayudarnos a vernos con mayor claridad para crecer y relacionarnos mejor con los demás.
No es cambiar quién eres
Como seres humanos, muchas veces tememos enfrentarnos a nuestra propia verdad. Buscamos todo tipo de excusas para evitarlo y racionalizamos el no hacerlo. Pero cada persona tiene una historia y una manera única de ver el mundo. Conocerse no es cambiar quién eres, sino comprender por qué haces lo que haces. Tenemos la responsabilidad de transformar el mundo, y ese cambio empieza desde dentro. El Eneagrama es solo una de muchas herramientas que pueden ayudarnos: también lo hacen la reflexión, la terapia, la espiritualidad o la escritura. Lo importante es comenzar.  
Cuando nos conocemos, no solo cambiamos nosotros: cambia la manera en que miramos al mundo. Aprovechemos este tiempo para revolucionar nuestras emociones y nuestro conocimiento, aprendiendo a vivir en comunidad. Encontrémonos en los demás, para que ellos también puedan encontrarse en nosotros.