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IBERO Puebla
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Estudiar la universidad, ¿para qué?

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Necesitamos más que nunca espacios donde pensar con rigor, discutir con argumentos e imaginar futuro

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Hace unos días, en una reunión familiar, surgió un tema que parece estar cada vez más presente en las conversaciones cotidianas: la utilidad de estudiar la universidad. Alguien lanzó la pregunta: ¿Vale la pena invertir tanto tiempo y dinero en una carrera universitaria?

A partir de ahí surgió la conversación, algunos argumentaban que, con los sueldos que reciben muchos egresados al salir, difícilmente se recupera la inversión. Otros compartían que sería más inteligente usar ese dinero para montar un negocio familiar o invertir en cursos y certificaciones específicas que ofrezcan resultados más rápidos y prácticos.

La discusión no es nueva, pero las condiciones actuales aumentan la incertidumbre y el cuestionamiento sobre este tema. En un mundo donde la tecnología cambia la forma de trabajar y aprender, donde las redes sociales están llenas de ejemplos de jóvenes que triunfan sin un título universitario, y donde el costo de la educación superior sigue aumentando, la pregunta se vuelve legítima: ¿para qué estudiar la universidad?

A primera vista, los argumentos en contra parecen convincentes. Es cierto que en nuestro país, un título universitario ya no garantiza un empleo bien remunerado ni estabilidad laboral. Muchas empresas valoran hoy más las habilidades prácticas, la experiencia o la capacidad de adaptación que los diplomas. Además, los caminos alternativos de formación —cursos en línea, bootcamps, certificaciones profesionales— ofrecen la posibilidad de adquirir competencias específicas en menos tiempo y con menor costo. En este sentido, para algunos, la universidad parece un lujo del pasado, una institución lenta frente a un mundo que se mueve con velocidad vertiginosa.

Sin embargo, reducir la educación universitaria únicamente a una cuestión económica me parece un error. La universidad, cuando cumple su función sustantiva, no solo forma profesionistas; forma personas. En sus salones se aprende a pensar críticamente, a argumentar, a escuchar y debatir con otros puntos de vista. Se aprende a investigar, a cuestionar, a comprender el mundo con sus complejidades. No se trata solo de acumular conocimientos, sino de desarrollar una manera de mirar la realidad con profundidad y responsabilidad.

La formación universitaria, además, sigue siendo un espacio privilegiado para el encuentro. En ella coinciden personas de distintas procedencias, con experiencias y visiones diversas. Ese intercambio, muchas veces invisible, es parte esencial del aprendizaje. En la convivencia cotidiana se estimula la empatía, la colaboración y el respeto por la diferencia, valores que necesitamos más que nunca para construir sociedades más justas y democráticas.

Por otro lado, aunque la universidad no garantiza éxito económico inmediato, las estadísticas siguen mostrando que, en promedio, las personas con estudios superiores tienen mayores oportunidades laborales y mejores condiciones de vida.  

Pero más allá de los números, estudiar una carrera amplía las posibilidades de elegir: permite el acercamiento a campos de conocimiento que difícilmente se exploran por cuenta propia, y ofrece un marco de referencia personal y colectivo. La universidad no solo implica desarrollo profesional, es también un espacio privilegiado para el reconocimiento de uno mismo, el cuestionamiento de los valores y creencias y la construcción de un proyecto de vida integral.  

Es cierto que las universidades necesitan transformarse. No puede ser una institución alejada de las necesidades del entorno. Debe adaptarse a los nuevos desafíos, integrar la tecnología, fomentar la innovación y fortalecer los vínculos con la sociedad. Pero su transformación no significa su desaparición. Al contrario: en tiempos de incertidumbre, de desinformación y de crisis globales, necesitamos más que nunca espacios donde pensar con rigor, donde discutir con argumentos, donde imaginar futuros posibles.

La universidad no es solo un lugar donde se adquiere un título; es un espacio donde se aprende a aprender, donde se promueve la curiosidad, donde en ocasiones se siembran las preguntas que acompañarán toda la vida. Tal vez la pregunta no debería ser “¿para qué estudiar la universidad?”, sino “¿qué tipo de universidad queremos y necesitamos hoy?”.

Porque si bien es cierto que no todos los caminos pasan por las aulas universitarias, también lo es que, sin pensamiento crítico, sin reflexión profunda y sin formación ética, difícilmente podremos construir un futuro más humano y justo. Y eso, aunque no se pueda medir en pesos ni en salarios, sigue siendo una de las inversiones más valiosas que una persona y una sociedad pueden hacer. 

Publicado originalmente en e-consulta.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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