Cuando las redes educan
Autoría: Tamara Blanca Castillo
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Bienvenidos a la nueva era digital, un tiempo en el que los maestros ya no pueden reforzar los valores que en su momento se debieron sembrar en casa. Vivimos una etapa sumamente compleja, donde los referentes de la identidad ya no se encuentran en la sobremesa de los domingos familiares, ni en la escuela; sino en la pantalla de un dispositivo móvil.
Las redes sociales, impulsadas por sus algoritmos diseñados para captar nuestra atención y mostrarnos solo aquello que confirma nuestras preferencias, se han convertido en los verdaderos formadores de valores. YouTubers, influencers, streamers y tiktokers son hoy los referentes de los jóvenes, que les dictan cómo hablar, qué vestir y lo más preocupante, cómo pensar. No se trata de descalificar a todos por igual, pero es innegable que este consumo mediático no es neutral: refuerza un sistema capitalista que abraza con entusiasmo los discursos de ultraderecha y que, poco a poco, va instalándose en la identidad de los jóvenes, por lo que, predomina una peligrosa indiferencia frente a la diversidad de realidades sociales, premiando así la viralidad por encima de la crítica.
¿Quién educa hoy? Si muchos padres tienen que trabajar en la búsqueda de una vida digna y el Estado se mantiene al margen, el algoritmo es el nuevo educador. Pero el algoritmo no tiene moral: solo responde a las interacciones; lo que más se comparte, entretiene y polariza.
Seamos honestos: nuestras generaciones tampoco fueron un ejemplo a seguir. También crecimos bajo la influencia de monopolios televisivos que normalizaron discursos clasistas, racistas y excluyentes, moldeando buena parte de nuestra visión del mundo. La diferencia radica en que, aunque esos mensajes eran poderosos, existían otros espacios de recreación que nos permitían desconectarnos: la calle, el juego físico, la convivencia directa con amigos y familiares. Además, la televisión por más hegemónica que fuera, tenía límites claros en su consumo: la programación terminaba, los horarios se respetaban y no existía un dispositivo portátil que nos bombardeaba las 24/7 con contenido. Hoy, en cambio, los celulares y las plataformas digitales no solo no tienen fronteras temporales, sino que diseñan una experiencia personalizada y adictiva, lo que multiplica exponencialmente su capacidad de influencia. Esa es la verdadera diferencia entre generaciones.
Por eso es urgente generar públicos críticos. Generar consumidores conscientes implica reconocer, como señala Néstor García Canclini en El consumo cultural: Una propuesta teórica (1999), donde genera una crítica hacia el consumo irracional y cómo este, se encuentra cargado de significados simbólicos. Lo que elegimos mirar, escuchar, compartir o seguir en redes sociales no solo satisface una necesidad de entretenimiento: configura identidades, refuerza pertenencias colectivas y moldea la forma en que entendemos el mundo. En este sentido, Canclini sostiene la importancia de educar la audiencia como una forma de enlace, de generar sociabilidad y formar comunidades mediante prácticas compartidas.
El desafío no es dejar de consumir, sino hacerlo de manera mesurada. Educar el algoritmo es, en realidad, educarnos a nosotros mismos como usuarios: consumir contenidos con conciencia; así como cuestionar lo que vemos y resistir la tentación de lo inmediato, y por otra parte el reto más grande: recuperar la capacidad de formar valores desde la familia y la escuela. Pero esto exige también reapropiarnos de los espacios donde la convivencia se da sin la mediación constante de las pantallas. Volver al museo, al parque, a la conversación en la banqueta no es un gesto nostálgico, sino una apuesta política frente a la colonización de nuestras identidades por el mercado digital. En esos espacios se mantiene viva la posibilidad de un consumo cultural que se mide en encuentros y no en “likes”, sino en experiencias compartidas. La crítica es clara: si seguimos delegando a las redes la tarea de educar, perderemos la batalla por el sentido. La esperanza está en que, al recuperar estos espacios, podemos demostrar que aún somos capaces de elegir cómo y desde dónde queremos formar comunidad.
Jugar avioncito en la calle, hacer deporte, caminar por la ciudad o simplemente sentarnos a conversar son actos de resistencia que nos recuerdan que la vida se construye en movimiento y en presencia. Cada juego, cada partido, cada paseo compartido fortalece nuestros cuerpos y nuestras relaciones, nos conecta con otros y con nosotros mismos, y nos enseña que la vida no se mide en pantallas. Recuperar estos hábitos es recuperar nuestra libertad y demostrar que la comunidad, la creatividad y la crítica pueden florecer más allá del algoritmo.