
Cambio climático a la mexicana: lo que no estamos viendo
Autoría: Jerónimo Chavarría Hernández
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La crisis climática ya no es un escenario futuro ni un problema de osos polares. Está aquí, y arde en nuestros campos, inunda nuestras calles y desequilibra nuestros ritmos vitales. Pero en México, seguimos hablando del cambio climático como si fuera un evento lejano, abstracto, importado. Mientras tanto, la realidad ambiental nos rebasa en tiempo real.
Tomemos un ejemplo local: Puebla. En lo que va del año, la ciudad ha enfrentado olas de calor con temperaturas récord y una sequía prolongada que ha afectado cultivos, presionado los sistemas hídricos y aumentado el riesgo de incendios forestales. Y, sin embargo, el debate público sigue girando en torno a obras, infraestructura o promesas de “ciudades inteligentes”, como si el territorio fuera eterno, pasivo y silencioso.
Este desfase entre lo que ocurre en el territorio y lo que ocurre en el discurso institucional es grave. Porque el cambio climático en México tiene rostro: es el campesino que pierde su siembra por lluvias que ya no llegan; es el barrio que se inunda cada año por una planeación urbana que selló los suelos y enterró los ríos. Es también el joven que no sabe si estudiar biología sirve de algo, o el activista asesinado por defender un bosque del que dependemos todos.
Y sin embargo, la narrativa dominante sigue siendo cosmética. Se habla de sostenibilidad con el mismo entusiasmo que de marketing. Las “soluciones basadas en la naturaleza” se repiten como mantra, pero se aplican sin considerar a las comunidades. Se anuncian proyectos “verdes” que no tocan las causas estructurales: la desigualdad, el extractivismo, el desprecio por los saberes locales.
Cambio climático a la mexicana
Lo que necesitamos no es más retórica climática, sino justicia climática. Eso implica reconocer que no todas las personas enfrentan los efectos del cambio climático por igual. Implica ver al territorio como un tejido vivo, donde el medio ambiente y lo social no están separados. Implica aceptar que adaptarnos no será instalar paneles solares, sino replantear nuestra forma de habitar.
También necesitamos ciencia al servicio de lo común. Los datos existen. Desde imágenes satelitales hasta modelos climáticos regionales, sabemos dónde estamos y hacia dónde vamos. Pero esa información rara vez cruza la frontera entre la academia y la toma de decisiones. Nos urgen puentes: entre universidades y comunidades, entre especialistas y movimientos sociales, entre el saber técnico y el político.
El cambio climático es un síntoma, no solo un fenómeno. Es la manifestación de un modelo agotado, de una forma de desarrollo que depreda más de lo que cuida. Enfrentarlo requiere voluntad, pero sobre todo imaginación política: la capacidad de pensar otros futuros posibles y de actuar colectivamente para alcanzarlos.
Todavía hay quien se pregunta cuándo llegará la crisis climática, la escasez de agua o el colapso ambiental. Como si fuera un evento con fecha en el calendario o una catástrofe de película. Pero ya estamos inmersos en ella. Solo que, a veces, el ruido político y el privilegio urbano nos impiden ver que, para muchas personas, comunidades y territorios, la crisis no es algo que viene: es lo que están viviendo desde hace años.
Y ahí está nuestra tarea. No se trata de sembrar pánico, sino conciencia. De pasar del “qué desastre” al “qué hacemos”. Porque el clima ya cambió. Lo que falta es que cambiemos nosotros.